viernes, 31 de enero de 2014

Ahora, te lo perdono todo

Anoche, mientras los dos estaban en la bañera y desde el salón podía escuchar a Juan, muerto de la risa, intentando contar un chiste a su hermano... Con su voz de pito diciendo "era una señora que llevaba un plátano en la oreja y le dice a un señor que llevaba un plátano en la oreja... ¡¡No Alejandro, no era así!! ¡¡Porfa, dime como era!!". Imposible contener la risa, como imposible no pensar, "Juan, con el día que me has dado, pero ahora, sólo con eso, te lo perdono todo".

Un poco más tarde, ya con los dos dormidos, justo antes de hacer la visita de rigor por su habitación antes de irme yo a dormir, volví a pensar lo mismo. Allí estaba él, tumbado boca arriba, abrazando a Niko con una mano y su coche de policía con la otra, y con una cara de no haber roto un plato en su vida... Con esas manitas que no deberían cambiar nunca, tan calentitas, tan suaves, tan carnosas, que no te cansas de besarlas. Y yo pensando: "Ahora, puedo perdonarte cualquier cosa".

Leí en algún sitio que los bebés humanos son tan adorables, tan achuchables y despiertan esa ternura de manera tan inmediata como mecanismo de defensa. Los humanos somos los mamíferos más vulnerables al nacer y necesitamos de cuidados hasta muy avanzada edad, en comparación con otros animales. Independientemente del amor y el cariño, es esa característica de hacernos adorables lo que nos salva de los agentes externos. Lo que "obliga" a los adultos a cuidarnos durante tanto tiempo.

Yo creo que esa habilidad perdura de por vida en momentos como los antes descritos y que a veces son la única razón por la que no regalamos a nuestros hijos, con lazo y todo, al primero que pasa. ¿Creéis que exagero? Los que sois padres pensadlo. Los que no, seguid leyendo.

Ahora estamos viviendo la época de la contradicción continua, esa en la que, hagas lo que hagas, te va a pillar el toro, o lo que es lo mismo, que tu hijo se enfadará y gritará y llorará hasta la extenuación importándole lo más mínimo el momento, el lugar o lo bajo que esté tu nivel de paciencia. Para muestra un botón. Vamos a salir a recoger a Alejandro y justo en la puerta: "Mamá, no quiero llevar a Niko". "Vale, déjalo en casa". "Siiiiiiii, si quiero llevarlo"... y así hasta que queráis. Si lo llevamos, malo; si no, peor. Lloros, patadas y retorcimientos en la silla del coche que ríete tú de la niña de "El Exorcista". He llegado a tirar el muñeco al jardín de pura impotencia... teniéndome que meter luego en un zarzal para recuperarlo.

Y de estos tenemos unos cuantos episodios todos los días, porque da igual si le preguntas primero, si le dejas elegir, si le das opción, si lo pactas antes... si hemos decidido que toca rabieta, toca y punto. Menos mal que después de todo llegan esos momentos tan amorosos, en los que me lo comería a besos y a abrazos y en los que deseo, aunque sea por un momento, que se quede siempre así, a mi vera, para poder achucharlo un poco más...

No hay comentarios:

Publicar un comentario