Llega la primavera y con ella, aunque quizá no el buen
tiempo tal y como lo entendemos en España, sí esas tardes ya no tan frías y,
sobre todo, soleadas, que hacen que den muchas ganas de sentarse en un banco y
disfrutar de esos parques tan estupendos que tenemos en Londres.
Desde que nos incorporamos al cole después de las vacaciones
de Semana Santa no hemos fallado ni un día a la cita con el "green".
Los que tenemos niños "energéticos" esperamos como agua de mayo tener
la oportunidad de que corran, salten, griten, busquen, ideen, y descarguen
energía por doquier, ya que eso significa que lo que resta de tarde en casa
PUEDE que sea más tranquila.
Digo, PUEDE, porque contrariamente a lo que algunos piensan,
ese cansancio, ese desfogue, ese darlo todo en el "green" como si no
hubiese mañana, a veces parece que funciona como la dinamo de una bicicleta:
cuántas más vueltas dé la rueda más energía conseguirá almacenar.
Si el año pasado el protagonista indiscutible de las tardes
al aire libre era el balón, este año parece que las lecciones de Historia están
haciendo efecto y mis hijos -Juan, aunque es como poco tres años más pequeño
que el resto se une a ellos como uno más- y sus amigos estén como locos jugando
a la "Segunda Guerra Mundial". Como os podéis imaginar esto es sólo
una excusa para coger palos y correr con ellos a modo de escopetas o pistolas
entre dos bandos. Lo mismo podía ser la Segunda Guerra Mundial, que indios o
vaqueros o policías o ladrones.
Aquí se juntan dos de las cosas que más peligro tienen
cuando entran en contacto: palos y niños energéticos. Sin haber sufrido ningún
accidente grave, a Dios gracias, lo cierto es que estos ratos de aparente
tranquilidad para nosotras, las madres, se vuelven un estrés continuo. Siempre
vigilantes a que el palo -ya hemos desistido en prohibirles que jueguen con
ellos... nos conformamos con que no sean muy grandes- no sobrepase los límites
de lo "razonable"; de que no corran por terreno muy abrupto y ante la
posible caída, se lo claven; de que no se suban a los árboles con ellos... y,
sobre todo, de que no se conviertan en armas reales.
Debo reconocer que he ampliado el círculo de madres con las
que he cruzado palabra después de que viniesen a decirme que alguno de mis
vástagos -casi siempre Juan, ¡estos pequeños!- ha pegado al suyo con un palo y
que entre las que tengo más relación la combinación palo-piedra-niño se ha
convertido en un tema recurrente de conversación.
Es en esos días, cuando pienso en lo tranquila que estaría
yo con un par de niñas repipis, locas por Frozen y decidiendo si quieren
pintarse las uñas de azul o rosa chicle cuando me viene a la cabeza este post
que leí hace tiempo en el Huffington Post y que parece haberse escrito para mí:
"11 cosas que sólo entienden los padres que tienen chicos". Lo clava,
oye.
Pero para ser justos también tengo que reconocer que disfruto mucho de esas tardes, cuando el sol me da en la cara y los veo correr tan contentos, tan ajenos a todo lo que no sea el juego, tan amigos de sus amigos y tan viscerales en sus odios... Tan siendo NIÑOS. O como cuando me sorprenden con comentarios como el de Alejandro el otro día cuando ya camino del coche, con la cara roja como un tomate y ese particular olor a sudor en el pelo que sólo reconoces en tus "fierecillas" me dijo: "Mamá, si Hitler no hubiese invadido Polonia no podríamos jugar a la Segunda Guerra Mundial en el "green", ¿verdad?".